Ilustración Daniel "Pito Campos"
“En una metáfora infantil, podríamos decir que el juego de policías y ladrones está agotado; y que el nuevo juego consiste en la disputa entre ladrones en un mundo propio en el que la policía es una figura 'accesoria" escribió Rossana Reguillo, antropóloga mexicana refiriéndose al narcotráfico como un orden paralelo que genera sus propios códigos e ignora a las instituciones.
El periodista colombiano Álvaro Sierra, un especialista latinoamericano en la cobertura de noticias relacionadas con el narcotráfico, hace una década ya ubicaba a la Argentina y Brasil como potenciales “polos” de los narcos para los próximos años.
Cuando lo consultamos de manera específica sobre Argentina, Sierra destacó distintos factores que hacen de esta tierra un blanco apetecible por las organizaciones transnacionales dedicadas a traficar estupefacientes.
Argentina se encuentra cerca de los países donde se cultiva y se elabora la pasta base de la cocaína y marihuana; tiene una industria química muy desarrollada y también descontrolada; sus fronteras, los controles aduaneros y los puertos marítimos y aéreos son muy vulnerables; y las periódicas crisis económicas, con su correlato de desempleo y deserción temprana de la educación formal deja un ejército de mano de obra barata -y desesperada- a disposición de los narcotraficantes.
Este fenómeno tuvo un cambio radical a partir de la crisis de principios de la década de 2000. Los traficantes internacionales detectaron que a partir de entonces les era más económico traer la pasta base para la producción de cocaína hacia Argentina en lugar de trasladar los químicos argentinos hacia Bolivia y Perú.
Diez años después, Sierra ya advertía que la situación se había complicado a nivel local. Hoy, pleno 2021, ya nadie discute que el narcotráfico se volvió un serio problema en un país cuyas crisis de bolsillo, no encuentran remedio. Pero esto no significa que se haya producido una real (pre) ocupación oficial para intentar contener y disminuir a este fenómeno delictivo. La realidad indica todo lo contrario.
El narcotráfico “derrama”
Pero no todo se trata de kilos de drogas, sustancias de corte y armas de fuego. En toda esta historia, de lo que menos se suele hablar es de la ruta del “dinero sucio”. El volumen de billetes que genera este negocio ilegal, y la pereza estatal en lograr su persecución, alimenta las sospechas, por ejemplo, con los vínculos políticos y la financiación de las campañas, cada vez más largas y onerosas y siempre sin que se especifique con claridad de dónde salen los fondos con los que las realizan.
En todo el país, desde la década de 1980 hasta fines de 2016, sólo hubo siete condenas por lavado de dinero proveniente del crimen organizado (narcotráfico y trata de personas).
¿Por qué alguien vende droga? ¿Por qué otra persona decide explotar sexualmente a una mujer? Por el dinero. Si no se toca el corazón de la actividad, el engranaje continuará activo.
Si los bolsillos de los traficantes están intactos, su poder real se mantiene inalterable, más allá de los discursos de ocasión. Si el narco prolifera, las bases de cualquier sociedad comienzan a sufrir un proceso de putrefacción.
En 2016, a través del seguimiento de 11 causas que en ese momento eran investigadas en distintos juzgados federales del país, la Procuraduría de Criminalidad Económica y Lavado de Activos (Procelac), que en ese entonces dirigía el cordobés Carlos Gonella, elaboró un informe que permitió dimensionar el fenomenal flujo de dinero oscuro que se ha incorporado en las estructuras legales. Una radiografía que no deja de causar impresión: más de 3.500 millones de pesos que pueden duplicarse en caso de avanzar otras causas que están en la mira de jueces y de fiscales.
Y que dejaba al descubierto, de manera objetiva, otro rostro de la escalada narco en el país: la actividad, fronteras adentro, de carteles mexicanos y colombianos.
En los cuatro años de gobierno macrista, en su declarada “guerra al narcotráfico”, hubo causas de alto impacto mediático: Itatí, con el intendente involucrado, el llamado “clan Loza”, el narcoescándalo en Río Cuarto, las condenas a “Los Monos” en Rosario, para citar sólo a las más conocidas. Pero la matriz se mantuvo intacta. El real lavado narco nunca se alteró.
Ahora, desde que el kirchnerismo regresó al sillón de Rivadavia, el narcotráfico dejó de ser un asunto público para ambos lados de la grieta. Salvo contadas excepciones, ya no aparecen grandes causas ni un reproche social en serio sobre el avance de esta problemática. Un silencio que se parece tanto a la resignación como a la complicidad.
Fuente: La Voz del Interior - Narcotráfico
“Parasociedad”
Poco sabemos, como sociedad, sobre este engranaje oculto: los millones que mueve el narcotráfico a lo largo y ancho del país. Sí sabemos mucho más de su cara más brutal.
Un repaso reciente de las llamadas noticias “nacionales” enseña bastante: el 19 de mayo de 2021 la Policía de Lanús, en Buenos Aires, detuvo a tres “dealers” que vendían cocaína en la misma cuadra; el 4 de junio de detuvieron a dos jóvenes de Villa Sapito por narcomenudeo.
Mientras que las altas esferas del poder venden un discurso de inseguridad vinculado al narcotráfico a gran escala (cierta ilusión hollywoodense de encontrar un Pablo Escobar o un Walter White) la realidad es que el narcotráfico gira alrededor de organizaciones de núcleo bando: células territoriales que tienen mínimo contacto entre sí. La estadística de delitos de 2019 explica que el 88 por ciento de los delitos vinculados con drogas tiene que ver con la tenencia simple o el consumo personal.
En Córdoba, dos “exitosos” operativos que la Policía vendió a la prensa a fines de junio, en los que habían desbaratado sendos “laboratorios” de marihuana, terminaron en un fracaso callado: fueron anulados por no cumplir con medidas mínimas de resguardo a los derechos constitucionales o porque ni siquiera se había investigado previamente algún tipo de delito.
Desde finales de la década de 2000, en las principales ciudades del país se ha ido tornando más palpable la instauración de una “parasociedad”, donde “narcos”, “dealers” y consumidores han montado una economía paralela en la que arreglan sus cuentas lejos de la mirada de las autoridades que debieran ser competentes en esta materia.
Un estudio de la Universidad Católica Argentina demostró en 2017 que ocho de cada 10 vecinos del conurbano bonaerense decían observar la venta de sustancias ilegales en su territorio más próximo.
Rosario y Santa Fe quedaron marcadas a fuego en el imaginario público por una tasa de homicidios inédita y que persiste desde hace años. Pero el conurbano bonaerense, la ciudad de Córdoba, el Gran Mendoza y Tucumán también comenzaron a padecer su propia descomposición interna asociada al fenómeno narco. Sólo que allí sus gobernantes se conformaron sólo en comparar las estadísticas con Santa Fe.
Pero el fenómeno es mucho más profundo. Cuando ya la sociedad acepta que debe convivir con un “quiosco” de venta de drogas (o más) en su barrio, aparecen los llamados “contextos de impunidad”: si alguien vende drogas y armas sin ser molestado por la Policía y la Justicia, todo el entorno se pervierte. La falta de una institucionalidad fuerte deriva en una ley no escrita en los barrios, de un “ojo por ojo” que puede surgir por cualquier motivo: un robo, una mirada, una disputa menor y, por supuesto que también, por el control territorial para guarecerse en las actividades delictivas. El poder territorial termina en manos privadas.