“Al 40% de la población argentina le cuesta comer dos veces por día”

Sociólogo, investigador y docente, Matías Bruera aborda en sus textos las contradicciones de un país que oscila entre las tendencias gourmet y la precarización nutricional. Por Lorena Retegui

Dialogos Bruera
Dialogos Bruera COLSECOR
05-07-2022

Desde San Miguel del Monte, la ciudad donde transita sus días cuando no está en las aulas de la UBA o de la Universidad Nacional de Quilmes, Matías Bruera dialoga con Redacción MAYO y brinda su mirada crítica sobre la construcción del gusto, el consumo de los argentinos y las omisiones en los debates políticos. Sociólogo, investigador y docente, su foco está puesto en el absurdo que encierra el consumo alimenticio en Argentina: por un lado, las tendencias gourmet o agroecológicas en un país con gran parte de la población en la pobreza, por otro lado, la diversificación en los paladares de las clases más acomodadas se corresponde con la homogeneización productiva y en el consumo de las clases populares.

-En tus trabajos sostenés que el deseo alimentario se corresponde con un ideal estético ¿Sigue vigente esa premisa respecto al consumo alimentario de los argentinos?

-Totalmente. Sí, empecé a trabajar el tema alimentario en el 2001, o sea con la crisis. Tengo la imagen prendida en el cerebro, como si hubiera pasado ayer. Saqué la basura y un montón de gente empezó a revolverla, apenas asomé a la calle. Con lo cual, empecé a trabajar el tema de la identidad, que siempre es un tema que me interesó mucho, y pensar la Argentina desde el punto de vista de qué somos culturalmente, porque siempre me costó entender esa cuestión casi dialéctica que tiene la Argentina, que produce mucho alimento y nunca termina de satisfacer las necesidades básicas de la población. Eso pasaba en el 2001 y vuelve a pasar hoy. Eso que criticaba en el 2001, acontece hoy: al 40% le cuesta comer dos veces por día. No sé si llamarlo perverso, pero lo que pasó en los ?90 ha dejado una especie de marca en la Argentina -que me parece que es en general en el mundo, y en Argentina parece más exacerbado: diversificar los paladares y homogeneizar la cuestión productiva. Mi tesis principal es básicamente esa: que la Argentina, de los noventa en adelante, lo que ha mostrado, por un lado, es una especie de homogenización productiva en el mismo momento que se abría el mundo, como se dice habitualmente en política. Y mi tesis particular de ese momento, y que en realidad sigue estando vigente, es que una cosa esconde la otra. O sea, la diversificación, esconde la homogenización. Esa es la idea. Es una mirada muy dialéctica de la cultura, pero es central el sentido y el gusto, ¿Por qué? Porque el gusto es problemático en el sentido de que te cuestiona a vos mismo y hace una especie de referencialidad única. Es como el tema de la recepción en el arte.

-Cómo sería eso?

-En general, el gusto habla más de vos que de lo que significa ese objeto, sin embargo, hay una especie de dimensión idealista, donde el objeto parece más importante, es idealizado, como un tótem. No hay nada más burgués que el gusto, porque exacerba lo individual y esconde básicamente lo social. Y, de esa misma manera, funciona también la cuestión de la producción y el consumo. Porque es verdad que el problema es dar de comer, pero también entender, básicamente, que siempre hay una especie de preocupación de las clases dirigentes, de esconder la instancia más crítica y más complicada de la Argentina: están envenenando el suelo, están generando consecuencias que no se van a notar ahora, pero se van a percibir más claramente en varios años.

-Te referís particularmente a la soja como monocultivo. En Comer, tu último libro con Patricia Aguirre y Mónica Katz, dan un capítulo a ese tema. ¿Crees que falta debate político sobre los efectos del agro negocio y en relación con el consumo?

-No hay debate, no existe. A nadie le preocupa. La forma visible del debate hacia las entidades productoras, a las grandes entidades me refiero, a los grandes pools de siembra y los grandes productores, pasa solo por la cuestión de las retenciones, de cuánto le quitas supuestamente con la exportación y en base a lo que varía el precio; es lo único que se discute. No hay una discusión de fondo, en ese sentido. Es como preguntarse si el problema son los impuestos, y no la distribución. Acá el problema son las retenciones, retenciones sí o no, y no el consumo o los efectos dañinos de esa instancia productiva. Eso es problemático, ciertamente. No es sólo la foto del avión tirando veneno en los campos y lo que produce en las poblaciones cercanas, sino lo que aparece en la industria, porque la soja modificada aparece en casi todos los alimentos industrializados, en alguna de sus formas. Pero plantear estos temas es como predicar en el desierto porque no aparece con centralidad en el debate político, solo se discute la cuestión impositiva.

-Tenemos ley reciente de etiquetado, hay más lugares para el consumo sano, dietéticas, ferias con productos agro-ecológicos. ¿Pero eso implica necesariamente que como sociedad tenemos más conciencia de lo que consumimos a nivel industrial?

-Primero, decir que nada escapa a la mercantilización y a la cuestión de consumo más responsable ni más ético respecto de lo productivo ¿qué quiere decir eso? La Argentina rápidamente asimila las tendencias y la moda. Por ejemplo, en el pueblo donde estoy en este momento mientras hacemos la entrevista, un pueblo a 100 kilómetros de Buenos Aires donde hay treinta mil habitantes, tenes ocho o nueve dietéticas que lo que venden son, en general, alimentos alternativos. Se han puesto de moda. Lo que más creció, en este pueblo, en el último tiempo, post-pandemia, son las dietéticas porque hay una especie de conciencia del consumo. Pero eso también es clasista. Ese tipo de consumo, que yo practico personalmente, es un consumo que no es económico. Y en un país donde el 40% de la población no come, habría que replantearse ese punto, los arreglos alimentarios que tienen que ver con tendencias, modas. A mí no me parece mal que alguien se cuestione la leche industrializada que tomamos cotidianamente. En todos los casos, médicos y dietólogos nos advierten de que la leche es mala. El tema es que nuestro país muestra una diversificación en las clases medias y altas y una homogeneización de consumo en las clases populares, donde se consume lo que se puede, para llegar a fin de mes.

-En ese punto, ¿también es clasista la ley de etiquetado?

-A ver, en general es un debate de clases más acomodada que de clases populares. Las clases populares, con la inflación, consumen lo que pueden, no lo que es parcialmente etiquetado y distinguido con ciertas características. Pero me parece perfecta la instancia del etiquetado frontal. Me parece que es buena la ley y es necesaria. El otro día leí una noticia: en América Latina, la Argentina post-pandemia está primera en el aumento de sobrepeso en niños menores de diez años. El sobrepeso en Argentina me parece que se ha dado en mayor medida que en otros países, durante el aislamiento por Covid, lo cual vuelve imprescindible saber básicamente lo que uno consume.

A mí lo que me llamo la atención, de lo poco que se debatió sobre el etiquetado, fue la oposición de las empresas; el lobby que hicieron para que esa ley se cajoneara es centro para entender que lo que están haciendo es algo complicado a nivel productivo. Si te opones es porque algo queres ocultar. Vuelvo al principio: la diversificación que muestra la Argentina para esconder la homogeneización, a nivel productivo, también se da en el consumo alimenticio.

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Redacción Mayo

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