COLUMNA

Carta de amor a las elecciones argentinas

Comienza a sentirse el aire de campaña electoral. A diferencia de otros países, en Argentina el acto electoral no divide. Un recorrido por la historia democrática de Argentina en primera persona. Por María Esperanza Casullo

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15-07-2021

En política concentrarse es fácil en lo que funciona mal y naturalizar lo que funciona bien. Como en el famoso cuento de Arthur Conan Doyle, “El mastín de los Baskerville”, en donde el dato era que el perro no había mordido, las elecciones nacionales no son noticia, porque funcionan de manera rutinaria. En el caso argentino, una de esas cosas en las que nunca pensamos y que pasan desapercibidas es el sistema electoral nacional. Me refiero al sistema que utilizamos para organizar las elecciones, votar, y contar los votos en las elecciones mediante las que se eligen presidente, vicepresidente, diputades y senadores nacionales. Estas pasan sin pena ni gloria.

En general, la naturalización del buen funcionamiento del sistema electoral permite que los argentinos seamos bastante ignorantes sobre cómo funciona éste. Un mes antes chequeamos en los padrones donde votamos, ese domingo vamos a nuestra mesa con el DNI en la mano, ponemos el voto en la urna, y chau picho. Esto hace que algunas cosas referidas a quien las organiza y cuáles son sus reglas no están claras: a modo de anécdota puedo contar que una vez fui parte de una reunión en donde los participantes se quejaron de que las elecciones nacionales, provinciales y municipales no coincidieran en el mismo domingo, como era hace treinta años. Mi aclaración de que la Argentina es una república federal, por lo que las elecciones provinciales (gobernadores, diputades y en algunos casos senadores provinciales) son organizadas de manera autónoma por las provincias y los comicios locales son generalmente organizados de manera también autónoma por los municipios, causó sorpresa. Yo también preferiría que fueran en un sólo domingo, pero no es algo que pueda forzar el estado nacional.

Sin embargo, nada cambia el hecho de que el sistema electoral nacional funciona muy bien. ¿Cuán bien? En mas de cien años de historia nunca hubo una elección nacional que fuera sospechada de fraude o de manejos poco transparentes desde 1916. (Existieron algunas elecciones sospechadas de malos manejos, como la de Santa Fe en 1983, Córdoba en 2007, y la de Tucumán en 2015, pero en todos estos casos fueron elecciones provinciales, organizadas por cada jurisdicción.) Aún durante las décadas del siglo veinte signadas por la proscripción, la violencia política o el descontento y estallido, nunca hemos dudado de los resultados electorales. (Salvo las elecciones ocurridas durante la llamada Década Infame, pero se trató de un momento sólo parcialmente democrático.) En el octavo país más extenso del mundo, con lugares en donde no hay energía eléctrica o tiene que llevarse la urna a lomo de mula, nuestras elecciones ocurren cada dos años.

Este es un logro fundamental de la democracia nacional. Es el fundamento sobre el cual se apoya cualquier democracia posible. Más notable aún es que la integridad del sistema electoral tenga ya más de cien años, y que se haya logrado luego de décadas de exclusión electoral y fraude más o menos sistemático. Ernesto Semán reconstruye en su libro “Breve Historia del Antipopulismo” la génesis de las reformas electorales y da varios datos sorprendentes. El primero es la demostración de que no existieron votaciones legítimas durante todo el siglo diecinueve. Los mecanismos de alteración o supresión del voto eran informales, ya que el voto cuasi-universal (sólo masculino) era ley desde 1857. Sin embargo, entre 1862 y 1910 sólo votó entre el 1,2% y el 2,8% de la población. El segundo es que la sociedad demandaba una reforma electoral décadas antes de la ley Sáenz Peña. Por eso mismo, Julio Roca sancionó una primera reforma electoral en 1902, con el asesoramiento de Joaquín V. González (reforma que fue derogada en 1905, frente a la evidencia de que con esta nueva ley .... los partidos del viejo orden no iban a poder ganar.) El tercero es que en las primeras elecciones que se realizaron luego de sancionada la Ley Sáenz Peña el número de votantes “después de mantenerse estable durante medio siglo, se multiplicó de una elección a la otra en un 375% (...) los votantes pasa(ron) del 2,8 al 9%.” (p. 76) O sea, aunque todavía votaba una minoría, no quedaba dudas de que la sociedad argentina estaba interesada en votar. Desde 1973 vota, en promedio, más del setenta por ciento del padrón. (Hay voto obligatorio, es cierto, pero las sanciones por no votar son bajas.)

A mí, personalmente, me encantan las elecciones y me encantan varios elementos de nuestro sistema. Voy a compartir algunos.

Primer y principal elemento que me enamora del sistema electoral argentino: el combo imbatible de DNI, registración automática, y padrón nacional. Todo ciudadano argentino es automáticamente incluido en el padrón y provisto por el estado nacional de un documento que acredita su identidad. No hay que hacer más nada para poder votar. Esto parece poco, pero sabemos por otros casos que resulta un elemento fundamental. En Estados Unidos cada persona tiene que registrarse como elector, y luego gestionar por sí mismo una identificación (no hay DNI). Un mecanismo favorito que utilizan varios estados norteamericanos para reducir el voto de los más pobres y de las minorías es dificultar lo más posible las dos cosas: por ejemplo, indicar una única oficina en donde uno puede registrarse, en un lugar remoto y sin transporte público, impedir el uso de otras identificaciones a las personas que no han tramitado la licencia de conducir, poner el costo de las licencias de conducir exorbitantemente alto.

El segundo elemento es el hecho de que las elecciones son fiscalizadas en cada uno de sus pasos por personas comunes. Las votaciones son controladas por miles de presidentes de mesa, de fiscales partidarios y por apoderados. No son burócratas, no son especialistas: son ciudadanos que participan porque les importa el acto democrático en sí, más alla del resultado. Se controlan entre sí pero también se ayudan de mil maneras. En el país de la (supuesta) grieta, comparten las facturas o los sanguchitos y el mate o la gaseosa o se prestan una lapicera. Por esto mismo, resulta central que todos los pasos del sistema electoral (votación, escrutinio en mesa, escrutinio central) puedan ser controlados por personas comunes usando lápiz y papel, como es hasta ahora. ¡Nada de voto electrónico!

El tercer elemento es el involucramiento de los partidos políticos. Los partidos políticos son co-organizadores de las elecciones, y su labor es fundamental. Presentan los diseños de las boletas partidarias, reclutan y capacitan fiscales, impugnan las mesas que les resultan sospechosas, sus apoderados presencian los escrutinios. Pueden recurrir al conocimiento de personas que conocen al sistema de adentro y de afuera, como lo fuera Jorge Landau, el apoderado del Partido Justicialista por las últimas tres décadas, que falleció hace pocos días. (Lo despidió con afecto en las redes sociales Alejandro Tullio, quien fuera Director Nacional Electoral durante más de una década. Landau era peronista, Tullio es radical.) Además, los partidos políticos no sólo se desconfían entre sí sino que controlan al estado. Las elecciones son así un acto que involucra a la sociedad civil organizada, no un servicio burocrático que provee el estado a sus “clientes”.

Podría mencionar otros elementos, como el voto obligatorio. Pero no lo haré. El último elemento que me encanta es el más sencillo: votamos en domingo. Esto no sólo facilita la participación de todos los y las trabajadores, que no tienen que ausentarse de su trabajo para hacerlo (como es en EEUU, en donde se vota un martes). Permite, además, que esos sean días de fiesta. Votación, almuerzo familiar, y después mirar el escrutinio en familia o con amigos. Hicimos, entre todos, un ritual cívico. Festejémoslo.

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Redacción Mayo

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