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Los nuevos años veinte, un momento crítico para el mundo

En el siglo pasado, los “años locos” que siguieron a la peste española trajeron el jazz y las vanguardias literarias. Pero también, la disrupción del comercio, la inflación y la pérdida de legitimidad de los gobiernos democráticos. ¿Terminará igual la era poscovid? Por María Esperanza Casullo

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14-04-2022

Hace dos años, cuando recién estábamos empezando a transitar las primeras semanas de la pandemia de Covid-19, algunas personas marcaron ciertos paralelos con las primeras decadas del siglo veinte. La epidemia de la gripe española se dio en todo el mundo en 1918, la epidemia causada por el SARS2 se dio en 2020. Entre otras frases medio en broma, se leía que cuando amainara la pandemia viviríamos otros “locos años veinte”, una década caracterizada por la liviandad, el hedonismo, el disfrute. Esos “años locos” del siglo pasado nos dieron las vanguardias literarias y de arte visual, el charlestón, la primera formulación de la idea del amor libre, el jazz.

Era una hermosa idea. Sin embargo, no se nos ocurrió pensar que tal vez nos tocara revivir la contracara de los locos veinte: la disrupción del comercio mundial, la pérdida de legitimidad de los regímenes democráticos causada entre otras cosas por la insatisfacción social con las medidas tomadas para combatir la pandemia, la alta inflación y la ruptura de la logística mundial, y finalmente el ascenso de una ola  global de gobiernos de derecha.

Eso, sin mencionar una situación de volatilidad geopolítica centrada en conflictos centrados en el área de Europa del Este y los Balcanes, o la situación de competencia entre dos grandes potencias económicas: una de ellas en ascenso (Estados Unidos en los veinte, China hoy) frente a una gran potencia que ya no tiene la capacidad de controlar hegemónicamente el sistema mundial (Gran Bretaña entonces, Estados Unidos hoy).

Si todos los componentes actuales son tan parecidos a los de la década del veinte y la década del treinta, ¿terminará igual la historia?

Las analogías históricas son atractivas, hasta inevitables. La mente humana no puede comprender y analizar lo que tiene frente a sus ojos sino es por similitud y diferencia con otras cosas. Esto es especialmente así cuando necesitamos comprender y analizar fenómenos políticos y sociales complejos. El análisis político es siempre situacional y no puede aspirar a leyes universales que rijan en todo tiempo y lugar, como la ley de la gravedad. Por eso mismo, para Aristóteles la sabiduría política (phronesis) era un tipo de conocimiento distinto al de las ciencias físicas (episteme). Para Maquiavelo, una persona que quiera ser un estratega está casi condenada a pensar mediante comparaciones y analogías históricas.

En la ciencia política, le hemos inventado un nombre más sofisticado a lo que venimos haciendo desde hace más de dos mil años: “método comparado”. Sin embargo, hay un riesgo, que es enamorarse de la analogía. La historia siempre se parece, pero nunca se repite completamente. ¿Cómo hacer para que nuestra búsqueda de similitudes no nos vuelva imposible percibir lo nuevo? He ahí la cuestión.

 

Paralelos, pero diferentes

Entonces, si bien es cierto que el momento actual tiene paralelos con la década del veinte y del treinta del siglo pasado, también tiene diferencias importantes.

La primera diferencia que salta a la vista es que el orden geopolítico mundial actual es diferente al de inicios del siglo veinte. Las instituciones multilaterales, aún limitadas y precarias como son, son más de lo que había en ese momento. La Unión Europea, la ONU, diferentes grupos regionales ofrecen al menos algunos espacios en donde los países pueden intentar coordinar respuestas y discutir posiciones. Es poco, sí, pero es más que lo que existía antes.

Otra diferencia es que la actual puja de posiciones entre Estados Unidos, Europa, Rusia y China se da prácticamente sin componente ideológico de peso. En la década del treinta convivían y competían dos ideologías: la democracia liberal y el comunismo. No se trataba sólo de ocupar porciones en el mapa, sino que se trataba de exportar visiones de mundo y de sociedad, de explicarle a propios y ajenos que la ideología de uno era la mejor, la más adecuada, y que  basada en ella se podría avanzar hacia la utopía.

Sabemos hoy que en nombre de ese pensamiento utópico se cometieron inmensos actos de violencia, desde la opresión de Filipinas por parte de Estados Unidos al Holodomor ucraniano, y que en definitiva la utopía no se alcanzó en ningún caso. Pero es notable la ausencia total de debate de visiones de mundo en el momento actual. Estados Unidos no tiene una visión utópica que presentarle al mundo, ni siquiera la “utopía débil” de la globalización imperante en los noventa. Rusia habla el lenguaje de la “defensa del espacio de influencia” para explicar su invasión a Ucrania. A diferencia de la URSS, China no tiene una política activa de proselitismo político, y parece contenta en esperar el tiempo que sea necesario para ocupar el lugar de potencia por la propia gravedad de su economía y demografía. La Unión Europea, que en otro momento se imaginó a sí misma como la cumbre de un proyecto civilizatorio cosmopolita y humanista, parece sumida en la duda y la incapacidad de resolver sus propias fracturas.

En este sentido, algunas cuestiones del momento actual hacen recordar el momento de expansión imperial de fines del siglo diecinueve, cuando Gran Bretaña, Rusia, Alemania, Francia y Estados Unidos competían por hacerse con pedazos de territorio en todo el globo sin otra legitimación que el interés y el orgullo nacional, más que a los veinte.

¿Terminará esta década tan mal como la de hace un siglo? Cómo saberlo. La analogía tiene un límite. Seguramente no será igual, la historia nunca lo es. Pero ese “no ser igual” no es necesariamente positivo.

En todo caso, es nuestra obligación ser la novedad. América Latina y las naciones en desarrollo tienen el desafío de responder a esta pregunta desde una posición novedosa, sin alineamientos automáticos, apostando a encontrar discursos y posiciones que sean algo mas que la reiteración de clichés que tienen mas de un siglo. Nosotros no tenemos ni el deseo ni la obligación de querer ser grandes potencias, o de construir imperios, o de dar grandes batallas épicas. No estamos atados a pasados de presunta gloria que nos pesan. Por eso mismo deberíamos ser capaces de vislumbrar lo nuevo.

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Redacción Mayo

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