DELITO y CONSUMO DE DROGAS

En ocho de cada 10 condenas, ordenan un tratamiento por adicciones

El dato surge de un relevamiento en los tribunales de Córdoba. No estudian ni trabajan y evidencian un consumo problemático de drogas que siempre termina igual: en prisión. Viven en barrios vulnerables y son la otra cara de los “Chano” Charpentier. Por Juan Federico
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16-08-2021
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Ilustración Daniel "Pito" Campos

 

Tiene 17 años. Al escucharlo, pareciera que el horizonte de su vida ya le quedó atrás. Cuenta su biografía en tiempo pasado, en sueños que no se concretaron, anhelos que desperdició, proyectos que se frustraron. De lo que tiene por delante, no dice una palabra. 

"¿Sabés cuál es mi sueño? Que 'el Fede' Bessone (entonces coordinador de las divisiones inferiores de fútbol del Club Belgrano) me dé una chance más... Y que mi familia me perdone por defraudarlos", se anima a proyectar, al fin, ante tanta insistencia de este desconocido que, libreta y lapicera en mano, intentaba bucear en el laberinto de su vida.

El adolescente estaba alojado en Complejo Esperanza, centro socioeducativo cordobés para jóvenes menores de 18 años en conflicto con la ley penal que, claro está, no siempre logra su cometido.

Hijo de una familia numerosa, pronto la juntada con los pibes en la esquina le ganó al resto. Apretados en casa, había que salir temprano y regresar ya al anochecer. Terminó el colegio primario, pero poco duró en el secundario. Es uno de los que desertó de las aulas. Picante con la pelota, alguien en el barrio se dio cuenta que allí iba a poder intentar desviar su futuro. En las filas del club celeste pasó la prueba que otros pibes con más y menos oportunidades en la vida se quedaron mirando desde afuera. Y tenía futuro. Pero un día ya no fue al entrenamiento. La noche se había descontrolado más de la cuenta, en esa esquina que él creía que era su refugio y terminó siendo una trampa más.

La botella de plástico cortada, cóctel de vino y pastillas, corrió de mano en mano, de boca en boca. Después, solo flashes en la memoria. Una pistola en la mano, un comerciante del barrio como blanco, el asalto, no saber qué hacer, la Policía, las esposas apretándole las muñecas, el patrullero, la resaca, la vergüenza, el juez y una cama en el Complejo Esperanza. 

Cuando al fin tuvo una salida transitoria, en el regreso a casa la libertad le duró poco. Quiso volver al fútbol, pero le respondieron que había quedado rezagado. Otra vez desacalificado en la carrera de la vida. De nuevo la esquina, la botella cortada, las pastillas, el arma. La Policía, las esposas y a empezar de nuevo en el centro de menores.

-Vas a cumplir 18 años, sabés que no tenés más margen. La próxima vez, te van a mandar a Bouwer, a la cárcel con los mayores.

-¡Mejor! Ahí están mi hermano y sus amigos. Tienen la play en el pabellón y se divierten mucho más que acá.

La palabra sincera suele ser un cachetazo de realidad. ¿Quiénes nos creemos los periodistas para dar consejos de vida? ¿Qué sabemos realmente de los barrios, de los sin horizontes, de la vidas a la intemperie, de los invisibles que sólo tienen un lugar reservado en las crónicas rojas de los diarios y la tele? ¿Qué tragedia social nos pasó por encima para que un pibe de 17 años se entusiasme con jugar a la play en una cárcel?

 

Los “Chano” del barrio

Desde el pasado lunes 26 de julio, buena parte del país debate en torno al balazo policial que en un country de Buenos Aires dejó malherido al músico Santiago “Chano” Moreno Charpentier. Adicto, de múltiples recaídas, objeto de burlas y memes en las redes y en los medios, el cantante estaba fuera de sí, aparentemente con un cuchillo en la mano, cuando el agente le disparó en el estómago.

El dramático episodio primero estremeció a la audiencia y luego provocó debates sobre de adicciones, consumos problemáticos, centros de atención, la ley de salud mental y hasta dónde el sistema, tanto sanitario como policial, estaba preparado para contener esta clase de brotes psicóticos.

La reacción general, mesurada, analítica, contextualizada, estuvo lejos de ser la misma que se produce cuando en un barrio urbano marginal de cualquier ciudad del país un policía balea a un muchacho perdido por el consumo de sustancias cuando agrede o apunta con un cuchillo a su madre o a cualquier otra persona indefensa. 

De cuna de bronce o de cartón, el drama del abuso de las drogas no distingue clases sociales. Hace tiempo que las cárceles de Córdoba están repletas de jóvenes que no estudian, desocupados y adictos. Delincuentes, según el lenguaje penal. Para ellos, nunca hubo un debate sobre la ley de salud mental, ni una mirada sanitaria ni complacencia social. Sólo hay barrotes.

 

Todos en el banquillo

Es en los Tribunales penales donde los fracasos sociales terminan decantando y mostrando su cara más vergonzante. Y el sistema penal, recibiendo cientos de jóvenes desertores del sistema escolar, sin trabajo o empleados precarizados, adictos a drogas que se consiguen mucho más fácil que una oportunidad. Es la radiografía general que desde hace tiempo revelan los mismos estudios que el Poder Judicial de Córdoba encarga para analizar a quién persigue concretamente la ley penal, adónde apunta la política criminal que aplican sus jueces y fiscales de manera mayoritaria.

“La regla marca que hay una relación directa entre los imputados que llegan a juicio y el consumo de drogas. La relación indirecta es la excepción. También se observa que hay muchos casos en los que el acusado cometió un ilícito para comprar droga. Van a 180 kilómetros por hora y nadie los ayuda a bajar la velocidad. Tenemos Chanos naturalizados e invisibilizados. Todo esto, agravado por la pobreza”, describe de manera aplastante el fiscal cordobés Marcelo Altamirano, quien desde hace años observa esta realidad en cada juicio en el que le toca actuar. Observa, también, que de a poco las mujeres también están adquiriendo la misma característica delictiva.

Su colega Marcelo Hidalgo describe la misma situación: “En los juicios hacemos un interrogatorio sobre las condiciones personales de los acusados, y el 80 o 90% dice tener un policonsumo de drogas. La conexión casuística de algún consumo problemático con los hechos delictivos tiene que ver con la problemática delictual. Por ejemplo, en la violencia familiar se advierte un impacto muy fuerte del consumo de alcohol, marihuana y cocaína. En determinados casos de violencia urbana este policonsumo también una incidencia, una potenciación”. 

Hidalgo recuerda puntualmente un juicio por homicidio en el que uno de los acusados dijo que cuando ocurrió el crimen él estaba 'duro' por haber consumido drogas. “Cuando el vocal le preguntó a qué se refería con eso, le respondió que le había quedado dura la pera y que se sentía con un poder gigantesco. Indudablemente, que ahí la problemática del consumo y del policonsumo tiene un impacto más directo en el accionar delictivo”.

Y agrega: “Ésto se ve reflejado en el tema de las edad. Entre los jóvenes, el consumo o policonsumo está mucho más presente que entre los mayores de 40 años”. 

Con relación a las mujeres, Hidalgo observa la proporción inversa: sólo una de cada 10 acusadas manifiesta ser consumidora, incluso entre las vinculadas al narcomenudeo, una de las principales variables delictivas que las lleva a prisión.

En tanto, otro fiscal de Cámara, Hugo Almirón, sostiene que más del 80% de los imputados que llegan a juicio admite consumir sustancias tóxicas: “Hay un porcentaje importante que responde que sólo fuma marihuana, pero a aquellos que también dicen consumir cocaína se los ve muy mal, muy deteriorados. Muchos están consumidos, perdidos por la droga. Se nota en la descripción de la naturaleza de los hechos que estaban pasados de drogas cuando salieron a robar o matar. En ese momento están eufóricos y con una sensación de invencibilidad”. 

Y concluye: “Cuando terminan los juicios, se les pregunta si quieren recibir algún tratamiento por el consumo en las cárceles y la mayoría sí lo acepta. Esto nos obliga a preguntar qué real infraestructura hay en las cárceles para tratarlos”. 

¿Habrá chances para todos? Es una buena inquietud.