MEMORIAS

Mandela, un canto de justicia y libertad

Hace 103 años, el 18 de julio de 1918, en una aldea de Sudáfrica nacía Nelson Mandela. Dedicó su vida a luchar contra el apartheid. Después de 27 años de prisión recibió en 1993 el Premio Nobel de la Paz. Fue el primer presidente negro de su país que intentaría la reconciliación de sus connacionales

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14-07-2021

"Este debe ser un mundo de democracia y respeto de los derechos humanos, un mundo liberado de los horrores de la pobreza, el hambre, la privación y la ignorancia, aliviado de la amenaza y el azote de las guerras civiles y la agresión externa y sin la carga de la gran tragedia de millones forzada a convertirse en refugiados”.

Hay personas que vienen a este mundo con el pecho abierto, dispuestas a dejar entrar el rayo de la claridad y a repartirlo en otros pechos, en multitudes de pechos que seguirán latiendo generaciones después, sobreponiéndose a la sed del tiempo hasta dar con una humanidad que sea capaz de habitar este planeta con dignidad y respeto.

Dignidad y respeto, sobre todo, entre los mismos seres humanos.

La persona de esta historia es el sudafricano Nelson Mandela, el hombre de raza negra que hacia el final del siglo 20 le ofrendó al mundo la claridad de la mirada de sus ojos negros.

No solo se convirtió en un símbolo de la lucha contra el racismo, sino en un emblema de las acciones y los sentimientos capaces de tender un camino hacia una humanidad más justa, más igual, más humana.

La frase que abre esta evocación y confirma la profunda revelación que había en su mirada, fue parte de su conmovedor e inolvidable discurso de octubre de 1993, cuando recibía el Premio Nobel de la Paz, distinción tantas veces cuestionada en esta categoría -como que lo recibieron Barack Obama y Henry Kissinger-, pero que esa vez recogía un beneplácito universal. Se lo entregaron junto al de Frederik de Klerk, el presidente sudafricano que lo había liberado en 1990.

Sobre el final, citaría a otro inmenso luchador contra el racismo y también premio Nobel, Matin Luther King; “La humanidad ya no puede estar trágicamente unida a la medianoche sin estrellas del racismo y la guerra”. Y agregaría Mandela: “Hagamos que los esfuerzos de todos nosotros demuestren que él no era un simple soñador cuando hablaba de que la belleza de una verdadera fraternidad y la paz es más preciosa que los diamantes o la plata o el oro”.

Nelson Mandela fue uno de esos seres que la tierra nos ofrece de vez en cuando como instrumento señalado para que los pueblos se quiten algunos de los grilletes y empiecen a respirar la dulce brisa de la dignidad.

La prisión y el tiempo

“Mandiba”, el afectuoso apelativo que lo acompañó desde los días de la infancia, nació el 18 de julio de 1918 en la aldea de Mvezo, como parte de la etnia xhosa. Se crio junto a las cuatro esposas de su padre, a quienes llamaba sus “cuatro madres”.

No se llamó originalmente Nelson, sino que su nombre verdadero era Rolihlahla Dalibhunga Mandela, sólo que su profesora, una misionera inglesa, lo rebautizó con uno que sonara bien británico.

Pero aunque el hecho de ser parte de la élite negra de su país le permitió acceder a estudios universitarios, también padeció el atropello blanco.

En 1948, junto el año en el que la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamaba la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en Sudáfrica la minoría blanca (un 20 por ciento de la población) le daba finalmente carácter de ley a la discriminación contra los negros y ponía al Estado mismo a custodiar el imperio del racismo, por el cual la mayoría de los habitantes del país quedaban excluidos de derechos civiles.

El gran sistema de segregación racial con represión se llamó apartheid. A los negros y mulatos les estaba vedado elegir gobierno y ser elegidos; no podían compartir colectivos, escuelas, bancos, playas, hospitales con los blancos, no podían ejercer profesión en las zonas donde ejercían blancos....

Fue una de las mayores ofensas a la condición humana, justamente en el continente donde había nacido la humanidad.

Contra esa inequidad tan insultante y retorcida comenzó a luchar Mandela, un joven abogado que se sumó al partido político Congreso Nacional Africano. Primero se trató de resistir sin violencia: huelgas y desobediencia civil, pero luego de la matanza del 21 de marzo de 1960 en Shapervilla, cuando la policía abrió fuego contra manifestantes (69 muertos y 180 heridos), se puso al frente de un movimiento armado.

En 1964 fue condenado a cadena perpetua, y fue entonces que dijo otra de sus frases históricas: "He luchado contra la dominación blanca y contra la dominación negra. He albergado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que todas las personas convivan en armonía e igualdad de oportunidades".

Fue el preso más famoso y más popular del planeta, el del número 46664. “En prisión uno está frente a frente con el paso del tiempo. No hay nada más aterrador”, diría después. 

Pero no era un prisionero más: las cadenas y las esposas sólo parecían adornar su aureola. Es que Nelson Mandela, donde quiera que estuviese, siempre sería un hombre libre.

Tal vez, en ese terror frente al paso del tiempo pudo sentir lo que la periodista y escritora Antjie Krog, también sudafricana, dejó escrito al final de su libro “País de mi calavera”: “Tenemos que aprender a oír los sonidos más profundos de las vísceras de los demás en la oscuridad de la noche. Tenemos que convertirnos en los otros si no queremos descoyuntar para siempre las vértebras de lo humano”.

Por una nueva era

El apartheid comenzó a ser acorralado por la comunidad internacional a través de distintas sanciones y críticas al régimen sudafricano. Cuando Mandela salió de la cárcel, todavía le restaba escribir uno de sus mejores capítulos: convencer que los enemigos no eran los hombres blancos, uno por uno, sino el concepto de la superioridad que enarbolaban.

Es decir, tuvo la maravillosa lucidez de reconocer que nuestro peor enemigo no son simplemente los otros hombres y mujeres, sino sobre todo los conceptos políticos y culturales que hacen que la libertad y la dignidad queden arrasadas en la naturalidad de los días.

“Cuando salió de la cárcel y nos habló de reconciliación nosotros pensamos: 'Esto es una locura. No podemos reconciliarnos con criminales, que asesinaron a nuestros hijos, que mataron a prisioneros en las cárceles'. Entonces Mandela convocó a una reunión en la que nos dijo claramente: 'Nuestro pueblo ha muerto innecesariamente. No queremos un baño de sangre. Porque la única sangre que correrá será la del hombre negro'. Fue entonces que entendimos que quería decir con reconciliación”, relataría tiempo después Albertina Sisulu, activista del Congreso Nacional Africano.

En 1994, cuatro años después de su liberación, sería elegido presidente en las primeras elecciones multirraciales de la historia de su país, y gobernó durante un lustro. El pueblo de Sudáfrica y el mundo lo verían asomarse en público por última vez en la clausura del mundial de fútbol 2010, realizado en su país. Murió el 13 de diciembre de 2013.

Mandela fue un líder de la condición humana. En su existencia está la imprescindible promesa de que los pueblos y todos los hombres y las mujeres podemos ser mejores. 

Por eso, su nombre será siempre una canción de justicia y libertad.

Su vida, acaso, tuvo la misma luz y sentido de la frase final de aquel discurso con el que recibió el premio Nobel: “¡Dejad que una nueva era amanezca!”.

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Redacción Mayo

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