CULTURA DIGITAL

Spotify-core y el imperativo de lo inmediato

Como en otros momentos de la historia, el formato de la industria influye en la creación de la música popular. ¿Qué requiere el modelo digital de las canciones? Por Luciano Lahiteau

Juan Pablo Dellacha
Juan Pablo Dellacha Juan Pablo Dellacha
02-11-2022

Ilustración de Juan Pablo Dellacha.

Cuando irrumpió la grabación de música a través del sistema acústico, todo cambió. El cono que recibía las frecuencias del sonido era bien diferente del público que iba a escuchar música a los salones, las salas de conciertos o los clubes. Para que se escuchara bien la grabación, algunos instrumentos de viento o de frecuencias altas perdieron protagonismo y desaparecieron o fueron relegados al fondo del estudio de grabación para que no taparan a los otros. Y la pronunciación y entonación de los cantantes debió adaptarse a una era donde todavía no existía el micrófono. 

Son famosas las historias de Louis Armstrong, la estrella de su orquesta, grabando bien al fondo, detrás de sus músicos como si fuera un convidado de piedra, para lograr un sonido que fuera, en conjunto, amable. O la de Carlos Gardel readecuando (y hasta reemplazando) la pronunciación de las consonantes cuando grababa, para que la letra fuera plenamente audible en la grabación.

La ya larga historia de la música grabada tiene muchos mojones donde la tecnología ha modificado la forma de la música popular. La innovación en instrumentos, equipos de amplificación y filtración de sonidos, así como el redireccionamiento de la industria cultural en cuanto a los formatos de difusión (desde los tubos de cera del siglo XIX al mp3) han afectado la forma en que los músicos piensan, componen, ejecutan y graban sus creaciones. En la era digital ocurre igual: es un modelo que ha creado una época con sus propias características requeridas, con sus virtudes y problemas.

Breve historia de la revolución digital

A fines de los '60, el rock adoptó el LP (long play, o disco de reproducción extendida) como bandera artística. Detrás de la revelación insigne que despertaron los Beatles, las bandas de rock comprendieron que parte de la constitución del género estaba en tomar el formato LP como una plataforma propia para desarrollar sus inquietudes y ambiciones. Los Beatles fueron el primer grupo popular en entender el LP como una obra artística con un enfoque integral antes que una colección de canciones antojadiza, o un colchón de arrope para canciones de probado éxito en las listas de simples, donde por cada hit había dos o tres canciones de relleno. Rubber SoulRevolver y más tarde Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band mostraron que escuchar completo un disco tenía un significado diferente a escuchar las canciones por separado.

El reordenamiento de la era digital hizo posible que ese paradigma se quebrara. Ya antes de las plataformas, en el interregno que significó la era de los softwares de descarga y tráfico de archivos a fines del milenio pasado y comienzo de este, se masificó una práctica que nunca se extinguió: la de compilar músicas según gustos, preferencias, miradas o conceptos personales, como fueron los mixtapes en los '80 y '90, o como fueron las ediciones oficiales para disc jockeys en los '70. Lo que permitieron las plataformas fue que cada usuario pudiera armar esos compilados en tiempo real, modificarlos cuando quisiera, compartirlos y almacenarlos en una nube de datos a la que puede recurrir instantáneamente con su conexión a internet. 

Qué se necesita para ser viral 

¿Qué necesita una canción para entrar en la mayor cantidad posible de esos compilados que hoy llamamos playlists? La pregunta es distinta según se trate de una canción que ya forma parte de la cultural musical de un público determinado pero amplio, como puede ser Come together (para seguir con los Beatles); o se trate de una canción nueva, de un grupo o artista nuevo, que busca ser descubierta y popularizada. Para las primeras, su preexistencia es una ventaja. Para las segundas, el desafío es mayor. 

Según la interesante investigación del profesor de la Universidad de Michigan Jeremy Wade Morris, los artistas que habitan el modelo digital, y en especial aquellos que son nativos de éste, necesitan ser, además de músicos y artistas, “programadores y codificadores de software, tratando su música no solo como canciones que necesitan llegar a los oyentes, sino como una mezcla de contenido sonoro y metadatos codificados que necesita estar preparada y lista para el descubrimiento”.

Esta doble exigencia pone una presión extra e inédita sobre los creadores, y lleva a que el contenido dependa de los objetivos, características y modelos comerciales de la plataforma en donde serán distribuidos y escuchados. Como señala Morris, “la música ahora circula en un entorno similar a un acumulado que combina la producción, la promoción, la circulación y el consumo en un solo servicio, en lugar de en distintos puntos (es decir, un producto se produce en una fábrica, vendido al por menor, utilizado en el hogar del consumidor). Un solo dispositivo, como un teléfono, ahora integra todos estos momentos antes separados”. Este “capitalismo de plataforma”, dice el académico, engendra la “plataformización de la producción cultural”, donde las plataformas gobiernan la producción y circulación de bienes culturales a través de políticas, reglas y pautas explícitas que imponen a través de su “política infraestructural y algorítmica”.

Todo ello se traduce en algo que Morris elige llamar “efectos de plataforma”: una serie de condicionamientos que el modelo impone a las canciones que buscan la masividad y el éxito comercial. Las formas en que los creadores contemporáneos diseñan sus canciones en formas más modulares y remezclables, o cuando codifican archivos basados en modelos psicoacústicos para un mejor streaming y tamaños de archivo reducidos, o cómo crean más música compatible con la sincronización para programas de televisión, comerciales y videojuegos, son signos de esto. 

A diferencia de las discográficas y la prensa, Morris no pone el ojo solamente en las caricaturas de este sistema: los artistas falsos, los clonadores o los spammers, que suben canciones para aprovechar el diseño de Spotify y ganar dinero fácil. “A medida que la producción y circulación de música adquiere las características del software, los músicos y las discográficas se vuelven más como desarrolladores de software, creando canciones para satisfacer necesidades de contenido particulares y activar variables algorítmicas particulares”, concluye su estudio. “Los artistas ahora deben pensar en los títulos y las letras de las canciones no solo como firmas de sus procesos creativos, sino como palabras clave que pueden dirigir el tráfico a su contenido. Es probable que muchos fans ahora entiendan sus actividades no solo como actos de fanatismo por los artistas que disfrutan, sino como parte de un proceso más amplio de ingeniería de popularidad a través del número de reproducciones. Los especialistas en marketing ahora suelen considerar los bots y otras formas artificiales de aumentar el número de reproducciones como parte del precio de participar en plataformas abarrotadas. (...) saber qué funciona musicalmente seguirá siendo una habilidad importante, pero saber técnicamente cómo hacer emerger esa música para que sea reconocible en las plataformas digitales es igualmente crucial”.

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Redacción Mayo

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