Migrantes bolivianos / Testimonio

“Mi hijo era el mejor alumno pero le negaron la bandera por tener una madre boliviana”

Aracely llegó a Córdoba a los 12 años junto a su familia y atravesó traumáticas situaciones de violencia y discriminación. En un país que no era el suyo pero que abrazó como propio, se sobrepuso a los golpes y tiene planes de futuro. “Todo valió la pena”, dice. Por Marcelo Taborda

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11-08-2021

“Siempre lo recuerdo, fue el viaje más largo de mi vida. Tenía 12 años cumplidos. La vida en Bolivia era muy difícil; éramos más que pobres y mi padre veía que en Argentina podíamos tener un futuro mejor. Siete días estuvimos viajando de una frontera a otra. Dormíamos en estaciones de trenes o buses; también bajo el puente, para no gastarnos el dinero. Nosotros éramos niños, cuatro hermanas mujeres y dos varones junto a mamá y papá; ocho integrantes. Cuando logramos pasar la frontera quedamos varados en Jujuy, en la casa de una tía hermana de mi padre. Ya habían empezado las clases. Llegamos un 8 de marzo de 1993. Vinimos en busca de oportunidades”.

Las palabras brotan pausadas pero firmes, seguras, de Aracely Maribel Macías Flores, nacida en Sucre, Bolivia, pero desde hace mucho identificada con la Córdoba a la que llegó como tantas familias de migrantes, cargados de esperanzas e incertidumbres.

La historia de Aracely, a la que REDACCIÓN MAYO apenas se aproxima en este diálogo, es singular en muchos sentidos. Pero quizá en ella más migrantes hallen un espejo que refleje sinsabores y los logros de quienes empezaron de nuevo, en otra parte. 

 

-¿Cómo fue tu vida como inmigrante en Córdoba?

-La experiencia vivida tuvo sus altos y bajos, con muchos cambios de escuela. No alcanzaba a conocer a mis compañeros que me cambiaban de colegio. Era una niña callada y muy tímida. Tuve la mala suerte de conocer a un cordobés (el padre de mis hijos), 12 años mayor que yo, con el cual me casé a los 16 años. Desde esa edad, hasta los 34 no tuve más opción  que ocuparme de la casa, cuidar los niños y vivir maltrato verbal, físico, psicológico, económico y humillaciones. No me dejaba visitar a mi familia, no me dejó estudiar, ni crecer como persona, ni trabajar. Hasta que decidí denunciarlo y lo desalojaron de casa por violencia familiar. Conseguí trabajo y empecé a independizarme.

 

-No debe haber sido fácil.

-Fue muy duro, ya que no tenía experiencia ni muchos conocimientos con respecto a lo laboral y tenía cuatro hijos. Pero de a poco logré trabajar de empleada doméstica por horas, en costura, electricidad, servicio de salón, cocina... Fui moza, hice pan casero, pastelitos, empanadas, para vender. Fui cajera, encargada de diversos comercios, maestra particular de primaria y pude ocuparme de la crianza y educación de mis cuatro hijos. Julieta, de 23, es maquilladora integral, manicura y depiladora profesional y trabaja como  acompañante terapéutica. Fernanda, de 17, es masoterapeuta profesional y estudiante de 5° año en la  especialidad de Ciencias Naturales. Leonardo, de 15, está en 4° de secundaria en Ciencias Sociales, y Antonella, de 14, en 2° de la escuela Alejandro  Carbó. Son todos excelentes alumnos y yo, orgullosa de ellos. Tengo mi actual esposo, Mario, que me ama, me mima, acepta y quiere a mis hijos y, por sobre todo, me respeta. Su profesión es mecánico industrial, pero en este momento trabaja en la construcción, ya que es un inmigrante chileno y vive acá, con nosotros, desde hace tres años.

 

-¿Sufriste episodios de discriminación de parte de los cordobeses? 

-Fue difícil; un cambio radical para todos. Mi padre era un hombre muy violento y alcohólico; golpeaba a mi madre y a todos sus hijos. No teníamos  adónde pedir ayuda y tengo que reconocer que entonces odiaba estar en Argentina. Alquilamos por todos lados y nos echaban porque cuando mi padre llegaba borracho pateaba las puertas y rompía cosas y eso era cada fin de semana. Sin embargo, a la discriminación no la noté hasta que estuve en el colegio privado de monjas. Las compañeras ahí eran muy malas, me encerraban en el baño, me quitaban la merienda, me quemaban el pelo con cigarrillos. Me decían “esta boliviana de mierda, que tiene pelo largo, nos trajo el cólera y los piojos”. Otro día tuvimos un hecho de abuso de autoridad con unos policías. Regresábamos a casa en un taxi con mi hermana y dos amigos que eran bolivianos y en un  control nos hicieron bajar. “Estas bolivianas se quedan. Con ustedes hacemos lo que queremos o se van presas”, nos dijeron. Gracias a Dios, al final no nos hicieron nada. Y también me tocó sufrir discriminación con mi hijo. Era el mejor alumno y la directora no lo dejó ser abanderado porque era hijo de una boliviana. Ahí empecé a ser más fuerte y a no dejarme ofender, a defenderme.

 

-En tu experiencia, ¿les cuesta más a los inmigrantes acceder aquí a un trabajo, educación, vivienda?

-Las leyes acá son iguales para todos. Y si bien hay desempleo en Argentina, una se la puede rebuscar de cualquier forma. Lo mismo con la educación y vivienda. Si los extranjeros son adultos, por supuesto que cuesta más conseguir trabajo.

 

-¿En algún momento vos o tu familia pensaron en volver a Bolivia? ¿Tenés nostalgia por el lugar y por la gente que quedó allá?

-A mí me pasó de extrañar los dos primeros años. Creo y estoy segura de que a los adultos jefes de familia, les debe costar más, ya que por progresar tienen que dejar a un ser querido y buscar rumbos para una mejor vida. Nostalgia sí, por supuesto, cada vez que escucho algunas canciones típicas de allá me hacen llorar y duele un poquito. Yo tuve la suerte de viajar con toda mi familia, si bien dejamos allá primos, abuelos, tíos... Me hubiera dolido más estar separada de mis hermanos o de mi madre, lo que seguramente en estos tiempos le debe pasar a muchos compatriotas. ¿Volver a mi tierra? A visitar sí y de paso a conocer, pero regresar para vivir, no. Después de tantos años acá, amo Córdoba. En una oportunidad, mientras me separaba de mi exmarido, viajé con mis hijos para no ser un femicidio más. Nos fuimos a Chile, viví allá un año y medio, y la verdad es que extrañé con todo mi corazón a Córdoba, Argentina, porque mi lugar es acá. Y regresamos.

 

-¿Qué les dirías a quienes menosprecian a los extranjeros o los responsabilizan de males como falta de empleo o delincuencia?

-Es un tema muy complejo ya que no todos los cordobeses o argentinos son discriminadores. Nadie viene a quitar el trabajo a nadie, ni por ser extranjeros son delincuentes. Les pediría un poco más de empatía, todos merecemos una oportunidad.

 

-¿Cuál ha sido tu mayor sueño desde que llegaste a este país?

-Mi mayor sueño es ingresar a la Universidad Nacional de Córdoba para ser fisioterapeuta, casarme por la iglesia en la hermosa Catedral, viajar y conocer cada rincón de la Argentina.

 

-¿Y cuál fue el logro que más satisfacción te dio, el que más esfuerzo te demandó como mujer e inmigrante?

-Estar viva y no haber decaído ante cualquier adversidad que he tenido en el camino. Mi satisfacción es tener mi trabajo, llegar a mi casa tranquila, estar estudiando para terminar el secundario que tanto he soñado, tener mi independencia, y llegar a ser una gran profesional. Agradezco el apoyo que tengo de mis hijos, de mi esposo y de mis profesores. Puedo decir que me siento feliz, y que soy una persona de bien. Todo el esfuerzo y todo lo que pasé valió la pena.

Aracely destila una resiliencia que aflora en muchos migrantes. Mientras cuidaba adultos mayores o ahora, como enfermera, no dejó nunca de conectarse a clases o encuentros virtuales en el Centro Educativo de Nivel Medio para Adultos (Cenma) N° 70 Compañero Hugo Estanislao Ochoa. 

Su compromiso y altas calificaciones en este secundario para adultos, durante estos dos años signados por la pandemia, quizá sean la base para que en 2022 Aracely sea la portadora de la bandera. Esa enseña argentina que alguna vez le quisieron birlar sin razón al pequeño hijo de una boliviana.

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Redacción Mayo

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