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Atahualpa Yupanqui: canto, pueblo y destino

Su legado de identidad, creatividad y fecundidad es imprescindible para la cultura y el sentido argentino - Por Alejandro Mareco
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28-01-2021
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“El destino del canto era serio, porque estaba ligado al destino del hombre”. Ese hombre que había conocido el canto profundo de sus paisanos penetrando el alma del silencio y la penumbra cuando la noche empezaba a tender su manto de soledad sobre la infinidad de la pampa, hablaba en tiempo pasado, como si se tratara de algo definitivamente perdido.

Acaso por eso se consideraba a sí mismo como un “cantor de artes olvidadas”, antes que un poeta, un pensador y, menos aún, un intelectual (escribió una docena de libros). Pero en esa convicción, lejos estaba en su ánimo dejar caer sus manos rendidas, sino que las enarbolaba como los instrumentos de su misión cantora: “Para que nadie olvide lo que es inolvidable: la poesía y la música tradicional Argentina". 

El destino del canto popular también es el destino del pueblo.

Cada vez que el calendario avanza hacia los finales de enero, la memoria argentina que está a la vista suele dar una vuelta más sobre la figura de Atahualpa Yupanqui, la más emblemática de nuestro folklore, una de las mayores de la música popular argentina y del mundo.

Mientras tanto, la memoria popular, que suele no estar a la vista, lo lleva siempre consigo.

Y en estos días de verano en pandemia y sin festivales, es decir, sin esas grandes reuniones de la cultura y sentimientos criollos, su nombre aguarda siempre latiendo en el continente que representa el escenario mayor de la música criolla, el de Cosquín. 

Aguarda que el canto no se apague, así como la memoria más honda del cancionero nacional espera, por su parte, que sus composiciones, sus motivos imperecederos sigan siendo saboreados en las bocas de los cantores que van asomando. 

Hay veces en los uno ha tomado nota que poco se cantan sus temas, aun los grandes clásicos, pero hay momentos en que una brisa trae de vuelta su inmensa fecundidad a los escenarios. 

Atahualpa Yupanqui, como en su vida, siempre está de regreso.

Entrañable guitarra

Fue el 31 de enero de 1908, hace 113 años, que Héctor Roberto Chavero, nació bajo el cielo abierto de los alrededores de Pergamino, en el norte bonaerense. Su madre, Higinia, era descendiente de vascos, y su padre, José, santiagueño de origen con ascendencia quechua, y empleado ferroviario.

La guitarra lo acompañó de su nacimiento. “Con guitarra alcanzaba el sueño; con una vidala o una cifra me entretenían mis padres y mis tíos”. Pero a su padre, sin embargo, al que le gustaba todo lo gaucho pero que no tomaba ni andaba en pendencias, recelaba de que su hijo se convirtiera en guitarrero.

Pero el destino había sido trazado en todas las guitarras que lo rodearon de niño, como las infinitas estrellas en el firmamento de la gran llanura argentina.

Sucedía al atardecer. “Aquellos rústicos estibadores, aquellos carreros que horas antes eran puros refranes y chanzas, estaban transitando otros caminos. Cada cual iniciaba un viaje a su recuerdo, a su pena, a su amor, a su esperanza. La vida me enseñó después que muy pocos públicos serían capaces de superar en atención y en calidad de alma a esos seres crecidos en la soledad pampeana”, contará en una de sus múltiples entrevistas.

Mientras tanto, apenas tenía ocho años cuando su padre consiguió que su amigo Bautista Almirón, un reconocido concertista de guitarra, le diera clases a cambio de regarle el jardín. Así, el pequeño Héctor atravesaba los 14 kilómetros que lo separaban de Junín, donde estaba su maestro, montado en su petizo “Azúcar”.

Luego, vendría un viaje a Tucumán con la familia y el gran descubrimiento de la montaña, la selva y la zamba; la temprana muerte de su padre, los distintos empleos y oficios para sostener a su familia, los caminos, los paisajes y la guitarra, siempre consigo, ya como parte de sus entrañas. 

Tenía 19 años cuando compuso “Camino del indio” preludio de centenares de temas de profunda humanidad, de testimonios con el ser humano dentro del paisaje, de sentimientos esenciales, de soledad frente a la existencia y el misterio, de la condición social de su gente. 

Y pronto se calzaría el nombre que quedaría grabado en la cultura y el corazón de su pueblo: Atahualpa Yupanqui (““quien ha venido de lejanas tierras para decir algo”, en lengua quechua).

“Suelen decir que yo hago canciones de protesta... Lo que pasa es que todo lo que produce como una especie de desazón, hay quienes lo toman como protesta. Es muy fácil calificar, sobre todo para la gente malintencionada... La pobreza no la inventé yo, simplemente la veo... y a veces  la canto”, diría al final de los '70 en otra entrevista (*).

Tomaría parte del intento de rebelión armada radical yrigoyenista derrotada en Paso de Los Libres, Corrientes, de la que participaría también el pensador nacional Arturo Jauretche. Luego, se afilió al Partido Comunista, y fue perseguido durante el peronismo, lo que lo llevó a trazar caminos en Europa, donde la celebridad francesa Édith Piaf le abrió las puertas de París. En 1952, rompió con el Partido Comunista.

Se casó joven, tuvo tres hijos y luego se separó para reunirse con la que no sólo sería su compañera durante casi medio siglo y la madre de su hijo Roberto (“Kolla”), sino también su compañera musical: Antonietta Paule Pepin Fitzpatrick, o sencillamente “Nenette”.

Poeta, cantor, guitarrista y caminante que se volvió símbolo y emblema de la música criolla argentina, tenía a su lado a una sensible pianista nacida en una colonia francesa en latitudes canadienses. Ella, su aliada en la fecundidad de su poesía, era el misterioso autor de músicas entrañables para nuestra identidad llamado Pablo del Cerro  (Luna tucumana, El alazán, Chacarera de las piedras, Guitarra dimelo tú, Agua escondida, Los hermanos, Indiecito dormido y muchas más)

Esas melodías brotaron en el Cerro Colorado, al norte de Córdoba, donde Nenette y su hijo esperaban cada uno de los regresos de Atahualpa para compartir días luminosos. 

Ese era el sitio donde el caminante había fijado su punto de regreso. Y hasta allí llegaría en su viaje final, en su regreso hecho cenizas.

En 1990 falleció Nenette, y dos años después, el 23 de mayo de 1992, moría Atahualpa en Nimes, Francia, después de una presentación. Volvería definitivamente al Cerro Colorado en la fría mañana del 7 de junio de 1992 y su urna sería enterrada en el patio de la casa de Agua Escondida (hoy museo), bajo el roble plantado por Nenette.

“El hombre es tierra que anda”, decía Atahualpa. Y la quietud final lo devolvió a las entrañas de la tierra, esa misma tierra milenaria, americana, que antes le había dado la luz, la noche, la guitarra, las palabras y, sobre todo, un destino.

(*) Citada en el libro “Atahualpa Yupanqui, el canto de la patria profunda”, de Norberto Galasso.