Reflexiones de ayer para entender el presente

Publicados hace más de medio siglo, los textos de Martínez Estrada parecen escritos ayer. Radiografía de un país concentrado en Buenos Aires que irradia enojo e impotencia. Por Osvaldo Aguirre

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fragmentos estrada Redaccion mayo
21-06-2022

La independencia fue un acto y una tesis. Fue, en la campaña, un acto gestado largamente por el estado de inferioridad, de abandono y de ignorancia en que se había mantenido a la población; y en la ciudad una tesis, inspirada en doctrinas democráticas y liberales aún en período de ensayo. Como idea, nació en los Cabildos y en las Iglesias, al calor de los ciudadanos adinerados; pero pronto encarnó en las gentes pobres del interior, sin lo que no hubiese pasado de ser una versión a la panamericana. Hasta entonces el interior no había pensado en la independencia, porque no estaba en sus proyectos un movimiento que exigía unidad, dirección, y que era, en resumen, un asunto jurídico y diplomático. Vivía descontento, sometido a condiciones durísimas, sin cohesión, diseminado en villorrios, caseríos y ranchos. No era un pueblo, ni tenía ninguna de las ideas que los pueblos conciben cuando están organizados; en cambio la ciudad venía incubando sordamente su proyecto, como una cabeza decapitada y viva. Y, sin embargo, el verdadero estado revolucionario era el del interior, inorgánico, caótico, violento. Lo que la ciudad quería, principalmente el puerto, era resolver un problema legal, administrativo, mercantil. Inmediatamente de proclamada, la independencia se dividió en dos: la idea revolucionaria y el medio revolucionario. Lo que interesaba no era la revolución de principios, la emancipación que se adoptaba como nuevo régimen, sino el conflicto que se planteaba al parirse ese mundo sostenido por una unidad ficticia.

Para los promotores de la ciudad, bastaba cambiar algunos detalles del gobierno, de la administración y ni siquiera la bandera, que es castiza e hiperdúlica, para que se juzgara realizado el ideal revolucionario. Creían que un cambio de nomenclatura y de insignias bastaría, y que el problema había de ser resuelto por arbitraje, o por textos de Helvecio, Filangieri, Mably, etc. No tenían conciencia clara de la magnitud y trascendencia del paso dado, porque eran un fragmento de la Metrópoli, desvinculado de los problemas vitales, étnicos, económicos del interior. Hasta 1840 no se atisba el aspecto panorámico ni el sentido nacional de la empresa. En 1853 triunfa por fin la unidad y la tesis. La revolución ciudadana no sospechaba que al cancelar un estado de cosas inauguraba otro.

La red de la araña

Correlativamente a la disolución en instancias económicas del interior, el ferrocarril agudizó el sino umbilical de Buenos Aires; irremisible y progresivamente la hizo una cabeza decapitada. Es que la vía férrea fue un sueño de la metrópoli que tendió como tentáculos depredatorios a la pampa. Toda la historia política llevó a eso desde la Colonia y el tren lo consiguió, zanjando para siempre una vieja disputa, porque el tren es unitario.

Basta contemplar el mapa ferroviario para comprender el destino de Suramérica. A pesar de la ubicación marginal de Buenos Aires, forma el centro de una circunferencia. A nada se parece esa red mejor que a una telaraña. El problema fundamental de nuestra vida económica es el transporte, porque el problema fundamental de nuestras vidas son las distancias, las cantidades, los tamaños y la soledad.

?de La cabeza de Goliat

El poder de Buenos Aires

Para el hombre del interior, Buenos Aires se ha despojado de toda materialidad y se ha convertido en emporio formidable de lo mejor que existe en nuestra realidad y en nuestra imaginación; en una especie de divinidad cívica, hipostasiada por el desiderátum en cada uno de los dominios del saber y del poder.

La ciudad puede ser para el turista que no se la imaginaba, un portento; para el porteño puede ser el orgullo, el confort, la ciencia o el arte; para el hombre del interior es algo levantado con energía, sacrificios y esperanzas de su propia vida que, sin embargo, no le pertenece del todo.

¿Saben, o por lo menos sienten, las provincias, que han delegado tácitamente el ejercicio y disfrute de tan preciosos derechos? Pienso que no más que el rentista que ha depositado en títulos del Estado su fortuna.

Pero lo que se trata de averiguar ahora es el grado de solvencia de la metrópoli con respecto a los bienes que se le han entregado en custodia.

Si Buenos Aires era el puerto legal para el tráfico ultramarino, que mantenía en relativo aislamiento al resto del Virreinato ?pues hubo el puerto legal para el tráfico clandestino?, ¿no hubieran aparecido otros centros primordiales, como Asunción del Paraguay, o Santa Fe, que la ingurgitó? Francisco Solano López usó palabras condenatorias para Buenos Aires y para los capitales extranjeros a cuyo servicio se puso, como garante del capital, la renta, el orden y el progreso, que eran otras formas de las garantías exigidas. Bajo esta sospecha, la grandeza de Buenos Aires sería la solvencia ofrecida a Inglaterra o a Norteamérica.

Si cualquiera de las ciudades existentes, u otra artificialmente fundada ad hoc para el tráfico mercantil, reemplazara a Buenos Aires ¿no habría corrido la misma suerte de devenir un órgano hipertrofiado con respecto al desarrollo lento, pero por intususcepción no por yuxtaposición, del resto del país? Acaso. Porque la hipertrofia de Buenos Aires, en que todos convenimos, hubiera sido idéntica dondequiera que se fundara una metrópoli de intercambio, ya que no es resultado de la función vital argentina sino de la posición geográfica ?planetaria? del país. Buenos Aires no es entonces la hipertrofia de la Nación cuanto una semicontinental estación o muelle de trasbordo en la frontera misma del país que produce y del resto del mundo que consume. Como órgano del mercado internacional de frutos y mercancías tiene su justo tamaño. Por lo tanto, su gran poderío no deriva de lo que tiene de consignatario del interior cuanto de lo que tiene de agente crematístico del exterior.

En la trampa

El habitante oriundo de toda ciudad es el que está preso, el ciudadano en grado absoluto; y el dueño absoluto de la ciudad es el que lo vigila. Si la ciudad es una cárcel inmensa de donde se puede salir y entrar con pocas restricciones además de que siempre se lleva al pie el grillete de las obligaciones urbanas, el vigilante era el dueño de la ciudad antigua en tanto la vida se refugiaba en las casas. El dueño actual, cuando ya la ciudad se ha instalado en la calle y está constituida ante todo el movimiento y la actividad, es el chofer. Uno y otro encarnan el ejercicio de derechos natos: residir y transitar. De donde la específica rivalidad entre el viejo y el nuevo dueño.

La ciudad tiene que haber contribuido como ninguna otra institución de origen humano al capiti diminutio del hombre. Hoy no podemos desprendernos de la ciudad para comprender al ser humano en su forma verídica. El hombre por excelencia es el que inventa un aparato o un mecanismo, o una fórmula química, más bien que ese otro que inventaba la danza, las metáforas, los ideogramas y el discurso. Los grandes detractores de la ciudad y de la civilización, cuando tienen que pensar en la forma verídica del hombre, piensan en el salvaje, lo cual es absurdo y abyecto. Con razón se enfurecía Chesterton de tal apelación antropológica. El salvajismo es más bien el estado de supercivilización, donde el hombre en vez de manejar la clava establece una confitería y en vez de pasar a cuchillo a una familia entera, busca la producción de un gas mortífero para toda una ciudad. El estado natural del hombre no es el salvajismo, aunque tampoco lo sea el urbanismo. Ambos extremos están a la misma distancia del hombre propiamente dicho. Es hoy el ser humano un producto natural de la ciudad más bien que un producto artificial de la naturaleza. Cuando hombres como Thoreau, Hudson o Kipling hablan de las selvas y los campos, del mar o los ríos, no derraman acerbos reproches, sino que llegan simplemente al olvidado sentido pánico de la naturaleza. Vemos entonces como una grieta que se abriera en el muro de circunvalación que nos encierra, la perspectiva inmensa de la vida y el mundo, como los contempló el hombre propiamente tal, quizá el de la Edad de Bronce.

En vano se ha dejado para desahogo de la conciencia, más bien que para respiración de las construcciones, esos pedazos de plazas y parques como ofrendas a la naturaleza. Esa naturaleza en la ciudad es de la misma calidad de nuestra esclavitud y lo que el pájaro en la jaula: un simulacro de la verdad y de la gracia. En perpetua propensión a la demolición y a la fuga, el hombre urbano que es por excelencia el cazador, el destructor de vid, obedece a su viejo, inextinguible instinto depredatorio.

Pero también la ciudad puede haber sido una invención saludable, especie de trampa contra la fiera peligrosa. El ansia de extinción y crueldad que hizo a las ciudades, allí mismo se apacigua. Las ciudades, como el mar, con cazadoras de hombres tremendos. Gracias a las ciudades la humanidad ha podido seguir existiendo, como gracias a las cárceles se vive en relativa tranquilidad. Por lo menos se confía en que en las cárceles están los criminales y en los manicomios los locos. Suelto, en una vida libre, en la de la Edad de Bronce, por ejemplo, el ulterior zoo político habría necesitado apelar a formas de violencia inauditas. Habría atentado contra la especie, mientras que con la formación de las ciudades sólo atenta contra las poblaciones. La ciudad le suministra el alimento cotidiano para saciar su sevicia. En una gran ciudad hay diez mil pararrayos en que descargar la crueldad. Si tiene pájaros en su jaula, y si vive en una casa de muchos departamentos; si en su oficina hay muchos hombres como él, atados de pies y manos; si sus hijos van a la escuela y si el gato deja que jueguen con él, puede llegar a ser un ciudadano pacífico, de orden, feliz.

Y es que la ciudad, la cárcel que él inventó como un acto de cautividad inconsciente de una vez y para siempre, para sus enemigos y para todas las generaciones de sus enemigos, lo atrapó a él y a sus descendientes. La ciudad crea ciudadanos y no hombres, como la selva pájaros y no jaulas. Una forma de pensar, sentir y obrar tiene la forma de la ciudad, que ha devenido un claustro materno en que se gesta la vida. Hay hijos legítimos e hijos bastardos de la ciudad.

Pero el ciudadano conspicuo, el hijo legítimo de la ciudad, ¿no es el destructor por excelencia, terrorista o tirano? ¿No salen de ahí los operarios del diablo, que trabajan para la guerra? ¿No quieren matar a sus progenitores? Acaso lo que buscan es, simplemente, la destrucción de la ciudad y de los seres civilizados en un rencor tan viejo como las viejas ciudades, contra sus padres arcaicos, los constructores de recintos amurallados.

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Redacción Mayo

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