DIÁLOGOS

“Todos los momentos importantes de mi vida estuvieron sostenidos por la fractura que implica no entender”

En entrevista con Redacción Mayo, la periodista y ensayista Beatriz Sarlo comenta sobre la escritura de su nuevo libro y repasa discusiones de la literatura argentina. Por Osvaldo Aguirre

beatriz sarlo
beatriz sarlo Redaccion Mayo
27-10-2022

Beatriz Sarlo asegura que Los 36 billares es un bar tranquilo por la mañana. El movimiento se vuelve más intenso que lo habitual con el ingreso de un contingente escolar, las mesas que se ocupan en previsión del almuerzo y el ruido del tránsito en la Avenida de Mayo. Pero su voz se recorta sobre ese trasfondo con la nitidez de sus preocupaciones: el libro en el que trabaja, las polémicas en las que define posiciones, las tensiones históricas que atraviesan a la literatura y a la cultura argentina.

Nacida en Buenos Aires en 1942, Sarlo tiene una relevante trayectoria desarrollada al mismo tiempo en la academia y en el espacio mediático: profesora de literatura argentina en la Universidad de Buenos Aires entre 1984 y 2004, integró el consejo de redacción de la revista Los libros, clausurada en 1976, fue cofundadora del Club de Cultura Socialista en 1984 y dirigió Punto de Vista entre 1978 y 2004. Columnista sobre temas de política, este año reeditó La pasión y la excepción. Eva, Borges y el asesinato de AramburuClases de literatura argentina y empezó un libro en el que reconstruye episodios de su vida intelectual: “No es una autobiografía sino un ensayo que tiene como eje y casi como único tema a desarrollar una frase verbal: no entender. Resulte lo que resulte va a conservar ese título”, dice. 

-¿Cómo aparece la idea de escribir un nuevo libro?

-Todos los momentos y períodos importantes de mi vida estuvieron sostenidos por la fractura que implica no entender y aquello a lo que te impulsa esa fractura. Una experiencia de no entender fue por ejemplo leer la sección primera de El capital de Marx, sobre la conversión de la mercancía en precio, de lo cual conservo todavía un cuadernito escrito en reuniones que hacíamos con Carlos Altamirano y con Jorge Dotti, que acababa de llegar de Italia. No era un grupo de estudio ni estaba vinculado con la militancia política pese a que Altamirano y yo pertenecíamos a un partido político, aunque en ese partido no se leía a Marx sino a Mao Tse Tung, una versión de la dialéctica bastante más sencilla. Altamirano y yo pensábamos que un militante marxista leninista no podía carecer de una formación teórica filosófica muy sólida en el marxismo. No era que lo tuviéramos como ideal político, pero sí como ideal intelectual. Entonces era indispensable, no siendo economistas, abordar la sección primera de El capital como sección filosófica y de cómo la dialéctica podía convertirse en un instrumento para pensar la economía. Fue una experiencia crucial de no entender: superar la sección primera de El capital te da una especie de poder intelectual, de decir “si yo pasé por esta puedo pasar por otras”.

-Parece una contradicción sobre la propuesta de tus textos: analizar, entender, criticar.

-Ahí me pongo pedagógica, pero no cuento este primer capítulo que es indispensable en todo lo que he escrito. Eso fue el comienzo del relato, el primer ensayo, después fue encauzándose hacia una historia más que una autobiografía. Por mi tradicional rechazo a la exposición de la subjetividad es más una historia colectiva que una autobiografía. Hay varios retratos. Con el tiempo fui descubriendo que respondían a ciertos modelos de la literatura. Para dar un ejemplo, yo iba a un colegio bilingüe, inglés-español, y en mi casa me pusieron una extraordinaria profesora de francés, una polaca de origen austríaco, emigrada a la Argentina con su familia después de pasar por Egipto. Esa mujer me presentó algunos textos que fueron muy importantes para mí, Rimbaud por ejemplo. Provengo de una familia de maestros, toda mi familia materna eran maestras normalistas, la generación posterior a la que describe Laura Ramos en su libro Las señoritas: un mundo de maestras refinadas que tomaban examen todo el tiempo.

-¿Qué descubrimientos hiciste en esa época?

-En el escritorio de la casa de estas mujeres había una serie de cajitas que ellas habían traído de su único viaje a Europa. No habían ido a las grandes tiendas sino a todos los museos, y esas cajitas contenían las postales con las reproducciones. Yo trabajaba mucho, hacía los deberes en el escritorio de esas mujeres y ellas me impulsaban a que yo mirara esas cajitas, de las cuales las más contemporáneas eran un Monet y un primer Picasso. No había arte contemporáneo, pero una educación visual, si se hace con detenimiento, se hace con cualquier obra importante que uno esté mirando. Aunque el camino de ingreso más sencillo al arte es el que pasa por las vanguardias. En esa casa de infancia había una reserva de libros y de imágenes y creo que entonces me convencí de que lo mío era la vanguardia y de que ese tenía que seguir siendo mi camino.

-La autobiografía es hoy un género dominante. ¿Cómo pensás tu proyecto en ese marco?

-Bueno, hay una escena inicial de ciertas autobiografías que yo he hojeado, que es “estábamos con mi hermana, en el dormitorio, en la pared estaba el poster de los Rolling Stones”. Eso queda afuera de lo que escribo. Nuestra cultura circulaba fuera del mundo artístico. Pese a eso hubo algunas personas influyentes, la profesora de francés que mencioné y la madre de una compañera del secundario que intercambiaba las composiciones que yo escribía para su hija -mi pesadilla de los domingos porque las composiciones había que entregarlas los lunes- con llevarme eventualmente al Teatro Colón. Ahora que la recuerdo, y la recuerdo mucho, ella era una judía vienesa hiperculta, morocha, alta, muy delgada, distante, despreciativa y al mismo tiempo muy sensible, cuyo retrato encontrás en los textos autobiográficos de Hermann Broch. La señora Alter. Tuve una infancia sumamente privilegiada desde el punto de vista cultural, aunque no lo fuera desde el punto de vista económico.

-No entender parece lo contrario de lo que exigen los medios de comunicación: rapidez, comprensión inmediata. ¿Qué recibís como demanda de los medios?

-Tengo intervenciones fijas, las tuve en La Nación y desde hace unos años en Perfil, no me siento convocada por los medios. Más bien yo desearía que me llamaran y me dijeran “escribí sobre tal tema”. Lo mismo en El País, no les importa nada lo que voy a escribir.

-En un artículo recordás que fuiste a Ezeiza ante el regreso de Perón y que ese suceso prefiguró tu relación con la prensa. ¿Cómo fue ese episodio?

-No tenía como horizonte un futuro en la prensa sino más bien en los libros, escribir un libro. Yo había sido peronista por razones familiares, y cuando se anuncia la llegada de Perón a la Argentina pido autorización del partido para ir a Ezeiza. Me llama entonces el secretario general, no recuerdo dónde nos vimos pero sí que me dice: “Entiendo perfectamente, conozco la historia de tu familia, vos tuviste un tío peronista que fue importante -cosa que era cierta-. Podés ir, con una condición: escribís la crónica para el próximo número del periódico”. Debe haber signado la condición que tengo de escribir mejor por mandato, no digo en calidad sino más fácilmente.

-Tuviste polémicas con Horacio González y en un artículo sobre María Matilde Ollier, después de su muerte, dijiste que “de algún modo seguimos hablando con aquellos que fueron importantes en nuestras vidas”. ¿A quiénes destacarías como interlocutores?

-Aquellos con los cuales polemicé, y por eso subrayo lo de Horacio, fueron fundamentales para mí. El enfrentamiento, la comparación entre dos tipos de discurso sobre un mismo objeto político, como podía ser el peronismo, la caracterización diferente de ese objeto, me llevó a pensar mejor. No porque cambiara mucho algunos puntos sobre la historia del peronismo, pero me llevó a pensar mejor porque tenía que argumentar con gente inteligente. Horacio era un personaje de una intelectualidad compleja y contradictoria, como (José) Pancho Aricó, con quien discutí muchísimo en el Club de Cultura Socialista. Y sin duda el diálogo de muchos años con Carlos Altamirano, que siempre me corregía mis fuentes históricas o mis fuentes bibliográficas o mis razonamientos lógicos, desde una perspectiva sumamente inteligente y sumamente formado en el conocimiento de una tradición cultural de izquierda.

-En el prólogo de Clases de literatura argentina, Sylvia Saítta dice que en tus clases se aprendía que reflexionar sobre la literatura argentina era pensar la cultura nacional. Pero cuando se habla de literatura argentina, ¿no se piensa solo en autores porteños?

-Que la literatura está centrada en autores porteños o que han publicado en Buenos Aires, sin duda. Lo que recuerdo de aquellos programas es el peso que tuvo en varios momentos Héctor Tizón.

-Y Ezequiel Martínez Estrada.

-Pero Martínez Estrada es bonaerense. La ciudad y la provincia de Buenos Aires son la región que comanda. No es el caso de Tizón, un escritor que me interesa desde sus primeras cosas. También Daniel Moyano y por supuesto Juan L. Ortiz, en relación con Juan José Saer. Tuvimos un cuatrimestre en la facultad con Juan L. Ortiz, no sé si con gran aprobación de los estudiantes.

-¿Qué aparece en la literatura fuera de la centralidad porteña?

-Fogwill decía “ustedes -por la revista Punto de Vista- crearon el valor de Saer”. Pensaba que Punto de Vista no hacía por él la militancia que hicimos con Saer. Hay otra dimensión que parte tanto la Argentina como la de Buenos Aires y las provincias que es cierto registro de los populismos culturales. Pensar los populismos culturales sin ser populistas, con la sensibilidad, el conocimiento o la apertura para tener esos registros. Recuerdo que mi nota sobre Leonardo Favio en la revista Los libros fue fuertemente criticada desde la izquierda.

-¿Hoy dónde estaría el populismo cultural?

-Sacando gente muy joven o muy aislada el populismo cultural es mercadocrático. Fijate cuáles son los recorridos de gente como Martín Kohan o Alan Pauls: están fuera del centro del mercado, no son populistas y tienen un grupo de lectores fieles. Quizás el último escritor que apeló más allá de ese grupo de lectores haya sido Manuel Puig, hablando de escritores que uno lee o leería.

-En agosto se celebró en el CCK el centenario del nacimiento de Libertad Demitrópulos, una escritora olvidada hasta hace muy poco. ¿Cómo observás esas revaloraciones, en particular de las escritoras?

-En todas las culturas donde ha habido grupos subordinados, ya sea por cuestiones raciales o por referencias sexuales, esas valoraciones están perfectas. No practico las exageraciones, no considero que deba leer a cualquier persona que tenga nombre de bautismo femenino porque si no me la pierdo, como nunca pensé que tenía que leer a cualquier escritor porque fuera de izquierda o porque fuera vanguardista. Pero entiendo y apruebo que se hagan esas reivindicaciones. Las grandes reivindicaciones no se han hecho. Personaje central de la cultura argentina del siglo XX fue Victoria Ocampo; algún día alguien se acordará. Algunos escritores que podrían ser ubicados entre las particiones bisexuales tampoco existen como reivindicaciones. ¿Quién se acuerda de José Bianco?

-En las redes sociales tus comentarios políticos generan réplicas. ¿Cómo analizás esas reacciones?

-Entro muy poco en las redes y menos en los comentarios, porque ante alguien que profiere “esta vieja de mierda, ¿publicó algún libro?” no tengo nada que decir.

-Decías que por el lado materno de tu familia hay maestras. ¿Y por el lado de tu padre?

-Eran criollos, pobres y pretenciosos. Creían que habían sido dueños de media provincia de Buenos Aires, porque mi abuelo había sido mayordomo de estancia.

-Como el padre de Rodolfo Walsh, en Río Negro.

-Efectivamente. No sé ahora, pero en aquella época un mayordomo era tratado como segunda clase. Cuando mi abuelo dejó de ser mayordomo vinieron a vivir a una estación de tranvías de Parque Patricios. Eran de ideología pretenciosa, siempre les faltaba un mango. Tenían un orgullo que quizá yo conservo.

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